«Érase una vez un deshollinador que se llamaba Tom. Es un nombre corto y, como ya lo has oído antes, no tendrás demasiada dificultad para recordarlo. Vivía en una gran ciudad del norte de Inglaterra, donde había muchas chimeneas que deshollinar, donde Tom tenía mucho dinero que ganar y su patrón mucho que gastar. No sabía leer ni escribir, ni se preocupaba por ello, y nunca se lavaba, pues no había agua en la plazoleta donde vivía. No le habían enseñado a rezar las oraciones y jamás había oído hablar de Dios ni de Cristo, salvo en unos términos que tú nunca has oído y que habría sido mejor que él tampoco hubiera oído nunca. Se pasaba la mitad del tiempo llorando y la otra mitad riendo. Lloraba cuando tenía que trepar por los oscuros tiros de las chimeneas, restregando sus pobres rodillas y codos hasta dejarlos en carne viva; y cuando el hollín se le metía en los ojos, lo que ocurría cada día de la semana; y cuando su patrón le pegaba, lo que sucedía cada día de la semana; y cuando no tenía suficiente para comer, lo que también ocurría cada día de la semana». (The water bables. 1863 Charles Kingsley).
Si hablamos de cáncer profesional
tenemos que comenzar por relatar lo que era la dura vida de los niños deshollinadores ingleses de la época victoriana, bien conocida por Percivall Pott (1714-1788) uno de los cirujanos londinenses más eminentes de la época y el de los primeros en relacionar el cáncer de escroto con el oficio de deshollinador.
Esta enfermedad tardaba años en desarrollarse, pero muchos desgraciados la experimentaban en la pubertad. En palabras del Dr. Pott: “se desarrollaba una llaga superficial, doloras, irregular, de mal aspecto, con bordes duros y levantados. En la profesión se la conoce como la verruga del hollín… Se extiende subiendo por el cordón espermático hasta el abdomen… Cuando llega al abdomen, afecta a algunas vísceras y no tarda en completar su dolorosa obra destructiva”.
Posteriormente el parlamento británico legisló para evitar esta clase de abusos; se prohibió contratar a menores de elevando la edad mínima de contratación a 8 años y todos debían recibir un baño al menos una vez a la semana… Y aún así esas medidas no dejaban de incumplirse.
Tengo la esperanza de que hoy en día la situación sea…
Cómo morimos. Sherwin. B. Nuland. Alianza Editorial 1988 Madrid.